Cuento XXXV
Lo que sucedió a un mozo que casó con una muchacha de
muy mal carácter
Otra vez, hablando el conde Lucanor con Patronio, su consejero, díjole
así:
--Patronio, uno de mis deudos me ha dicho que le
están tratando de casar con una mujer muy rica y más noble
que él, y que este casamiento le convendría mucho si no fuera
porque le aseguran que es la mujer de peor carácter que hay en el
mundo. Os ruego que me digáis si he de aconsejarle que se
case con ella, conociendo su genio, o si habré de aconsejarle que
no lo haga.
--Señor conde-- respondió Patronio--,
si él es capaz de hacer lo que hizo un mancebo moro, aconsejadle
que se case con ella; si no lo es, no se lo aconsejéis.
El conde le rogó que le refiriera qué
había hecho aquel moro.
Patronio le dijo que en un pueblo había un
hombre honrado que tenía un hijo que era muy bueno, pero que no
tenía dinero para vivir como él deseaba. Por ello andaba
el mancebo muy preocupado, pues tenía el querer, pero no el poder.
En aquel mismo pueblo había otro vecino más
importante y rico que su padre, que tenía una sola hija, que era
muy contraria del mozo, pues todo lo que éste tenía de buen
carácter, lo tenía ella de malo, por lo que nadie quería
casarse con aquel demonio. Aquel mozo tan bueno vino un día
a su padre y le dijo que bien sabía que él no era tan rico
que pudiera dejarle con qué vivir decentemente, y que, pues tenía
que pasar miserias o irse de allí, había pensado, con su
beneplácito, buscarse algún partido con que poder salir de
pobreza. El padre le respondió que le agradaría mucho
que pudiera hallar algún partido que le conviniera. Entonces
le dijo el mancebo que, si él quería, podría pedirle
a aquel honrado vecino su hija. Cuando el padre lo oyó se
asombró mucho y le preguntó que cómo se le había
ocurrido una cosa así, que no había nadie que la conociera
que, por pobre que fuese, se quisiera casar con ella. Pidióle
el hijo, como un favor, que le tratara aquel casamiento. Tanto le
rogó que, aunque el padre lo encontraba muy raro, le dijo lo haría.
Fuese en seguida a ver a su vecino, que era muy
amigo suyo, y le dijo lo que el mancebo le había pedido, y le rogó
que, pues se atrevía a casar con su hija, accediera a ello.
Cuanto el otro oyó la petición le contestó diciéndole:
--Por Dios, amigo, que si yo hiciera esto os haría
a vos muy flaco servicio, pues vos tenéis un hijo muy bueno y yo
cometería una maldad muy grande si permitiera su desgracia o su
muerte, pues estoy seguro que si se casa con mi hija, ésta le matará
o le hará pasar una vida mucho peor que la muerte. Y no creáis
que os digo esto por desairaros, pues, si os empañáis, yo
tendré mucho gusto en darla a vuestro hijo o a cualquier otro que
la saque de casa.
El padre del mancebo le dijo que le agradecía
mucho lo que le decía y que, pues su hijo quería casarse
con ella, le tomaba la palabra.
Se celebró la boda y llevaron a la novia
a casa del marido. Los moros tienen la costumbre de prepararles la
cena a los novios, ponerles la mesa y dejarlos solos en su casa hasta el
día siguiente. Así lo hicieron, pero estaban los padres
y parientes de los novios con mucho miedo, temiendo que al otro día
le encontrarían a él muerto o malherido.
En cuanto se quedaron solos en su casa se sentaron
a la mesa, mas antes que ella abriera la boca miró el novio alrededor
de sí, vio un perro y le dijo muy airadamente:
--¡Perro, danos agua a las manos!
El perro no lo hizo. El mancebo comenzó
a enfadarse y a decirle aún con más enojo que les diese agua
a las manos. El perro no lo hizo. Al ver el mancebo que no
lo hacía, se levantó de la mesa muy enfadado, sacó
la espada y se dirigió al perro. Cuando el perro le vio venir
empezó a huir y el mozo a perseguirle, saltando ambos sobre los
muebles y el fuego, hasta que lo alcanzó y le cortó la cabeza
y las patas y lo hizo pedazos, ensangrentando toda la casa.
Muy enojado y lleno de sangre se volvió a
sentar y miró alrededor. Vio entonces un gato, al cual le
dijo que les diese agua a las manos. Como no lo hizo, volvió
a decirle:
--¿Cómo, traidor, no has visto lo
que hice con el perro porque no quiso obedecerme? Te aseguro que,
si un poco o más conmigo porfías, lo mismo haré contigo
que hice con el perro.
El gato no lo hizo, pues tiene tan poca costumbre
de dar agua a las manos como el perro. Viendo que no lo hacía,
se levantó el mancebo, lo cogió por las patas, dio con él
en la pared y lo hizo pedazos con mucha más rabia que al perro.
Muy indignado y con la faz torva se volvió a la mesa y miró
a todas partes. La mujer, que le veía hacer esto, creía
que estaba loco y no le decía nada.
Cuando hubo mirado por todas partes vio un caballo
que tenía en su casa, que era el único que poseía,
y le dijo lleno de furor que les diese agua a las manos. El caballo
no lo hizo. Al ver el mancebo que no lo hacía, le dijo al
caballo:
--¿Cómo, don caballo? ¿Pensáis
que porque no tengo otro caballo os dejaré hacer lo que querías?
Desengañaos, que si por vuestra mala ventura no hacéis lo
que os mando, juro a Dios que os he de dar tan mala muerte como a los otros;
y no hay en el mundo nadie que a mí me desobedezca con el que yo
no haga otro tanto.
El caballo se quedó quieto. Cuando
vio el mancebo que no le obedecía, se fue a él y le cortó
la cabeza y lo hizo pedazos. Al ver la mujer que mataba el caballo,
aunque no tenía otro, y que decía que lo mismo haría
con todo el que le desobedeciera, comprendió que no era una broma,
y le entró tanto miedo que ya no sabía si estaba muerta o
viva.
Bravo, furioso y ensangrentado se volvió
el marido a la mesa, jurando que si hubiera en casa más caballos,
hombres o mujeres que le desobedecieran, los mataría a todos.
Se sentó y miró a todas partes, teniendo la espada llena
de sangre entre las rodillas.
Cuando hubo mirado a un lado y a otro sin ver a
ninguna otra criatura viviente, volvió los ojos muy airadamente
hacia su mjer y le dijo con furia, la espada en la mano:
--Levántate y dame agua a las manos.
La mujer, que esperaba de un momento a otro ser
despedazada, se levantó muy de prisa y le dio agua a las manos.
Díjole el marido:
--¡Ah, cómo agradezco a Dios el que
hayas hecho lo que te mandé! Si no, por el enojo que me han
causado esos majaderos, hubiera hecho contigo lo mismo.
Después le mandó que le diese de comer.
Hízolo la mujer. Cada vez que le mandaba una cosa, lo hacía
con tanto enfado y tal tono de voz que ella creía que su cabeza
andaba por el suelo. Así pasaron la noche los dos, sin hablar
la mujer, pero haciendo siempre lo que él mandaba. Se pusieron
a dormir y, cuando ya habían dormido un rato, le dijo el mancebo:
--Con la ira que tengo no he podido dormir bien
esta noche; ten cuidado de que no me despierte nadie mañana y de
prepararme un buen desayuno.
A media mañana los padres y parientes de
los dos fueron a la casa, y, al no oir a nadie, temieron que el novio estuviera
muerto o herido. Viendo por entre las puertas a ella y no a él,
se alarmaron más. Pero cuando la novia les vio a la puerta
se les acercó silenciosamente y le dijo con mucho miedo:
--Pillos, granujas, ¿qué hacéis
ahí? ¿Cómo os atrevéis a llegar a esta
puerta ni a rechistar? Callad, que si no, todos seremos muertos.
Cuando oyeron esto se llenaron de asombro.
Al enterarse de cómo habían pasado la noche, estimaron en
mucho al mancebo, que así había sabido, desde el principio,
gobernar su casa. Desde aquel día en adelante fue la muchacha
muy obediente y vivieron juntos con mucha paz. A los pocos días
el suegro quiso hacer lo mismo que el yerno y mató un gallo que
no obedecía. Su mujer le dijo:
--La verdad, don Fulano, que te has acordado tarde,
pues ya de nada te valdrá matar cien caballos; antes tendrías
que haber empezado, que ahora te conozco.
Vos, señor conde, si ese deudo vuestro quiere
casarse con esa mujer y es capaz de hacer lo que hizo este mancebo, aconsejadle
que se case, que él sabrá cómo gobernar su casa; pero
si no fuere capaz de hacerlo, dejadle que sufra su pobreza sin querer salir
de ella. Y aun os aconsejo que a todos los que hubieren de tratar
con vos les deis a entender desde el principio cómo han de portarse.
El conde tuvo este consejo por bueno, obró
según él y le salió muy bien. Como don Juan
vio que este cuento era bueno, lo hizo escribir en este libro y compuso
unos versos que dicen así:
Si al principio no te muestras como eres,
no podrás hacerlo cuando tú quisieres.